lunes, 30 de agosto de 2010

El destino gastronómico lo decide el azar

Cuando aquel martes del mes de Febrero vinieron Uge y Anto desde San Javier hasta La Falda a buscarnos para ir a recorrer un poco, llegaron, después de tanto viaje, muertos de hambre. Dada la hora que era, es justo decir que nosotros cuatro también teníamos bastante apetito y decidimos, como primer destino, ir a almorzar.
Encaramos en primer lugar hacia un sencillo restaurante en la entrada de Villa Giardino en el que habíamos comido unas hamburguesas completas muy ricas. Pero al llegar allí se veía todo desolado y de la puerta colgaba un cartelito que anunciaba: “MARTES CERRADO”. Qué cosa, pensamos, plena temporada turística y cierran, raro, pero cierto. Salimos por la calle principal de Giardino a buscar por allí otro lugar, pero a medida que avanzábamos por los 2 km que tiene la avenida hasta la entrada al Camino de los Artesanos, no encontramos nada abierto. Martes. Una condena para nuestros estómagos.
La entrada al camino de los artesanos estaba repleta de carteles que invitaban con diversas opciones de lugares dónde comer, desde comida típica hasta un lugar llamado Juku Bar del cuál no se sabía mucho, pero cuyos carteles se repetían cada cien metros.
Íbamos con entusiasmo siguiendo dos carteles, uno de un restaurante del cual no recuerdo el nombre pero algo de lo que ofrecía nos convocaba (se me pierde también en la memoria) y el otro de Juku Bar.  Bar, bar, no queríamos ir a un bar, pretendíamos algo más consistente. Fuimos siguiendo con el auto el camino pedregoso, bello, en el que de tanto en tanto aparecían las casitas de los artesanos que ofrecen tejidos, platería, alfarería, trabajos en madera, y hasta cactus. Cuánta sería nuestra ansiedad por comer, que no quisieron ni parar a ver los cactus a pesar de conocer mi locura por el tema. No, adelante, siempre siguiendo el camino en pos del tan ansiado tentempié.
Cuando finalmente llegamos al restaurante deseado, nos indican que por ser “MARTES” (por si no les quedó claro) el dichoso establecimiento estaba cerrado. Vuelvan mañana que serán muy bien recibidos. Nuestras caras de desolación, el hambre de seis multiplicada, pensábamos que nunca iríamos a comer ese día. Continuamos, ya sin esperanzas, por el largo caminito que une Giardino con La Cumbre. Los carteles fieles de Juku continuaban apareciendo y finalmente llegamos allí. A pesar de las ventanas completamente oscuras y desalentadoras, decidimos bajar del auto y asomarnos, sabiendo que una vez más nos encontraríamos con el local cerrado. Pero ante nuestro total asombro, al mirar para adentro, vimos que la cosa no se desarrollaba allí arriba, sino que el restaurante estaba abajo, estaba abierto y había gente almorzando.
Entramos, bajamos y nos sentamos en una hermosa terraza que balconeaba hacia una hondonada en las sierras. Primera impresión, un lugar soñado. Cuando nos trajeron la carta llegó nuestra segunda sorpresa ya que de simple bar no tenía nada. Pizzas en variedades increíbles, tacos, quesadillas, provoletas con rúcula y jamón crudo, fondues, picadas de todo tipo, nachos, cervezas artesanales de varios estilos y para el final, unos postres increíbles.
Pasamos una tarde inolvidable en Juku. Fue mucho más de lo que esperábamos. Todo estaba riquísimo y desde entonces todos soñamos con regresar. Pero pasaron dos largos años. Y en dos años todo cambia. Nos contaron que los dueños se separaron. Uno quedó en el mismo local del camino. El otro se instaló con Juku en la entrada del mismo. Y hacia allí fuimos. Esta vez solamente nosotros cuatro, desde Capilla del Monte, en ómnibus. Bajamos en la terminal de Villa Giardino y preguntamos por Juku. Son dos kilómetros derechito por la avenida San Martín, hasta que se acaba el asfalto, de ahí unas pocas cuadras. ¿Remís? Cuarenta minutos de espera. Solución: caminar. Y caminamos, es mediodía de un día de verano, calor y hambre. Otra vez.
En nuestro camino, a sólo dos cuadras de donde supuestamente se encuentra Juku, aparece una casita, Taberna Ibérica dice, Las Tablas Serranas. Si está cerrado Juku venimos acá, dice Aldo. Mala onda, agorero. Cuando llegamos luego de una agradable caminata por la calle principal de Villa Giardino, Juku Bar no aparece. Preguntamos, miramos en el mapa que nos dieron en turismo, pero Juku no está. Estaba ahí mismito, nos dice alguien, en esa casa. Pero ya no está. Y no sin reticencia de mi parte, volvemos. Destino, Tablas Serranas, qué otra nos queda.
Entramos contentos de encontrarlo, por lo menos, abierto. El lugar tiene un patio cubierto con un techo a dos aguas, pero corre un viento fresco. Preferimos sentarnos adentro. El interior es pequeño, solo consta de cuatro mesas. Todo de madera rústica, un ambiente muy cálido. Un muchacho muy amable con acento español nos trae la carta y nos explica el concepto que ellos manejan sobre las tapas que ofrecen. Se trata de elegir una variedad y luego compartir los platos para probar de todo. Luego de un comprometido análisis elegimos: Estofado de  carne a la cerveza negra, estofado de cerdo al vino blanco, Estofado de Ternera a la provenzal y para salir del estofado unos sorrentinos de queso de cabra con hongos. Cada uno se abrazó a su plato (rompiendo con las reglas de la casa) y apenas si probamos un bocadito de los otros. Nos quedamos sin saborear una cantidad de platos distintos (gran excusa para volver), pero, damas y caballeros, niños y niñas, amable blog audiencia, tan luego llegaron los postres. Y entonces conocimos a “the master of the Brownies”.  Nunca visto, nada igual. Hecho con los chocolates al 60 o 70% y harina de almendra a full. Y otra delicia sin par, la tarta de ciruelas corazón de miel.
Juan Pablo resultó ser colombiano y no español y la historia de cómo llegaron él y su socio a instalarse allí es muy interesante. Más interesante aun es degustar los sabores que ofrecen.
Como dijese el filósofo popular, no hay mal que por bien no venga, y de este periplo en pos de saciar el apetito, nos llevamos lo mejor del Valle de Punilla.

lunes, 9 de agosto de 2010

Calor, amor, dolor

Te dije vamos ahora, no importa que hagan casi 40 grados de temperatura, no me interesa que los pibes no hayan vuelto de La Toma, quiero salir, sabés cómo soy, lo que me pasa si me quedo encerrada. Sabés, porque me conocés más que nadie, que me pongo imposible, irritable, caprichosa aun a mi edad. Es mejor salir ahora, vas a soportar mejor el calor que mi mal humor, aunque te duela el pie, aunque prefieras dormir la siesta mientras escuchás el ruido feliz y constante de los chiquitos que saltan dentro de la pileta, el chapoteo insistente llamando a sus padres para que jueguen con ellos. Y el “ya va, ya va” de las mamás que lo único que pretenden es tirarse en la reposera bajo la sombrilla, descansar en la tarde caliente de las sierras cordobesas.
Sé que pensás que el sol todavía es un posible asesino, más con tu piel tan blanca que nunca llega a broncearse y lo máximo a lo que aspira es a ese color camarón cocido. Pero igual te levantás y te ponés las zapatillas con la paciencia y la resignación de quién conoce al contrincante. Más vale no dar pelea, ir a favor de la corriente y salir de la cabaña con el sombrero bien calado para que no se te fría la pelada.
Tampoco te atrae el destino elegido, ya sé que lo venimos postergando, los pibes se niegan porque lo visitaron con la escuela, es todo comercial, el Zapato es trucho, lo pegaron con cemento para que guarde ese precario equilibrio sobre las viejas rocas de la zona. Pero a mí no me importa, me gusta andar y la promesa de la vista del lago por ese camino al que llaman “perilago” y del dique hace que para mí valga la pena.
De entrada la imagen del lugar no es prometedora. El  tobogán gigante y los puestos de artesanías desentonan con el entorno. Miro tu cara pero tu gesto es elocuente, ¿qué pensabas encontrar acá? Por suerte no es época de tours escolares, y además la hora, ya lo dije, no invita a mucha gente a escalar las rocas volcánicas. Subimos por la improvisada escalera, arriba solamente están el chico que vende piedras y un par de entusiastas más. El paisaje no decepciona, es bello el entorno de Capilla visto desde ahí. Lástima las piedras escritas por tantos que pensaron en inmortalizarse dejando sus nombres pintados. Triste imagen, vano esfuerzo. ¡Cuándo idiota!,  decís, aunque ya lo sabemos, algunos son idiotas audaces, ¿cómo hicieron  para treparse hasta ahí?
Te tapás el cuello con el pañuelo palestino, el sol pega y el sombrero no llega a cubrir las zonas sensibles de tu anatomía.  Las rocas son lisas y resbalosas, no es fácil caminar sobre ellas, menos temiendo por tu pie, tan dolorido, tan hinchado. Alguien nos comenta que para ir al dique podemos salir por atrás, bordeando las rocas, un caminito formado por los que conocen para no dar toda la vuelta, es agreste, poco usado, unos burritos pastan tranquilos bajo el sol de la tarde, los pastos pinchan, los cactus, para alegría de esta paseante, abundan. Desde ahí se vislumbra el lago, hay que buscar la senda para pasar entre los espinos, ya se ve el camino y pasa un auto echando polvo en la tarde calurosa.
El toque de humor del día nos lo regala una familia que trata de colarse por ese caminito para no pagar el peso que cuesta la entrada. La señora cae de culo entre las piedras y entonces desisten en su esfuerzo de trepar a contramano.  Aguantando la risa seguimos bajando,  ¡hay cada uno!
No es fácil la caminata por calle de tierra. Hablamos poco, se nos seca la boca por el polvo y el ascenso. El lago se ve allá abajo, distante, de a ratos. Cada tanto pasa un auto, y me decís  que este no es el camino Perilago, que ese corre por abajo, por la parte del lago que lleva al balneario. No quiero mostrar mi decepción, ya estamos llegando al dique y no es cuestión de arruinarlo todo por este “pequeño” detalle.
Al llegar, el paisaje cambia y se divide en dos geografías distintas. Impresiona ver el lago de un lado y el abismo del otro, temo por tu sensación de vértigo, casi no lo puedo soportar yo misma. Pero ahí no termina la cosa y hay que seguir subiendo por unas escaleras que parecen ascender en el aire, no mires para atrás, no quiero verte congelado ahí a mitad de camino, y además está ese nenito que se lanza desde arriba hasta asomar al vacío. Por favor, que se lo lleve la madre, no soporto la sensación de ahogo que me produce, se me fruncen las piernas, me falta el aire pensando en ese abismo.
Arriba el clima cambia, el viento sopla con fuerza y se hace más tolerable la temperatura. Llegamos, misión cumplida, el paisaje todo lo vale y quedamos sobre el dique mirando la playita lejana, el velero que da vueltas en el lago antes de que termine la tarde. La vuelta se nos hace más fácil, el sol está empezando a bajar y la temperatura del cuerpo también, vamos paseando, ya sin la presión de tener que alcanzar la meta. Como último regalo encuentro un pequeño cactus suelto en el camino, qué más puedo esperar, sabés que me pone contenta y disfrutás conmigo del hallazgo.
Hasta se te fue el cansancio cuando llegamos nuevamente al pie del Zapato. Quiero tomar un taxi y vos en cambio tenés las pilas recargadas, volvemos caminando hasta el centro, y en el entusiasmo nos olvidamos de comer las empanadas que me recomendó Benjamín, las que venden en frente, esas que se comen con las piernas abiertas.
Los chicos vienen caminando desde el pie del Uritorco, agotados y rojos después de un largo día en el balneario. Nos sentamos los cuatro en una mesita en la esquina de la calle techada  a disfrutar de una pizza y cerveza helada (cómo desearía que me guste la cerveza, poder saborear ese color dorado que me tienta siempre) compartiendo las historias del día.
La noche despierta en relámpagos furiosos que destellan desde atrás del cerro, el viento sopla fuerte, y la calle comienza a despoblarse. Más vale apurarse y llegar a la cabaña. Así como el sol es implacable, las tormentas no perdonan. Todo vuela, las mesas desocupadas caen y llegamos justo a tiempo para ver desde la ventana los fulgores en los cerros, el agua trayendo alivio al valle y dándonos a nosotros el mejor pretexto para descansar.