jueves, 27 de mayo de 2010

La vida es sueño

A causa de mi mal dormir, las noches se vuelven largas y cortas a la vez. Largas porque los sonidos me envuelven y convierten mi cuerpo en una bolsa tirada por varios elásticos hacia arriba y hacia abajo, a un lado y al otro. Reboto yo y rebota mi mente en la oscura cueva de mi cuarto. Las noches son largas porque se pueblan de sueños que reviven el día, la realidad se agranda y se completa en pesadillas que desoyen mi pedido de silencio. La gente de mi mente me agobia, nunca me deja sola, me acompaña a lo largo de las horas mal dormidas, una vida casi paralela en que no descanso y suplico por ya no ver, ya no oír.

Las noches son cortas, porque la radio me llama y estoy  más cansada que ayer, trabajé, caminé, intenté en vano hablar por teléfono con alguien, discutí con mi jefe, me rebelé contra la injusticia de un sueldo que no tranquiliza el espíritu, liberé la válvula de escape y me despaché con esa compañera insoportable y estructurada. Ocho horas más de trabajo impago, de contractura asegurada.

Todos me visitan por la noche, mis abuelos, mi papá, mis compañeros de la primaria, de trabajo, mis hijos, mis amigos, los que dejaron de serlo, la perra, la montaña y la pintura que se descascara y se cae en esa casa abandonada de la vuelta, en mi propia casa. Me miro en el espejo y mi pelo también se cae, voy quedando pelada, todo a mi alrededor se deteriora. Como mi vida, como mi mente cansada.

 Las pastillas no me ayudan sino todo lo contrario, parecen sintonizar en mi interior una radio saturada de frecuencias, todas juntas en un solo canal, mi cabeza.

Vivo en pos de una ilusión, esperando que se haga realidad la canción de Joaquín Sabina: “en la farmacia puedes preguntar: ¿tienen pastillas para no soñar?”

martes, 11 de mayo de 2010

Dos Porteños de Gira por Liniers

Entusiasmada con lograr mi propia comida peruana; ya había hecho un ají de gallina al regresar de Cuzco y a pesar de no contar con los ingredientes originales no salió nada mal; comencé a buscar recetas en internet. Empezar a buscarlas y darme cuenta de que los ingredientes necesarios eran raros y no disponibles en los supermercados del barrio, fue sólo cuestión de un segundo. ¿Dónde conseguir leche evaporada, ají amarillo, chuño, papines, rocoto y ají mirasol entre otros?
Entonces, para mi asombro, apareció ante mis ojos la solución: el mercado boliviano de Liniers. Centro neurálgico de la vida boliviana en Buenos Aires  prometía ofrecer todos los productos necesarios y mucho más.
Contentos y muñidos de una listita de elementos fundamentales para elaborar los platos tan ansiados, partimos hacia allá mochila al hombro.
Apenas llegados debimos  transponer la primera cuadra de José León Suarez  repleta de altísimos y esbeltos senegaleses que venden bijuterie y de nuestros hermanos bolivianos que ofrecen juguetes chinos y ropa interior. La primera impresión fue estar transitando el barrio de Constitución o de Once. Un poco decepcionados, atravesamos la cuadra. Pero una vez salvada esta instancia,  comienza el recorrido entre las calles Ramón Falcón e Ibarrola, solamente una cuadra, en la que desbordan  las  verdulerías y enormes locales de venta de harinas y cereales con grandes bolsas de tutucas infladas y coloridas colgando en sus puertas. El aroma a las especias lo envuelve todo, y lo transporta a uno hacia otras tierras. Las figuras festivas en bandejitas y los muñequitos tejidos completan el paisaje.
En esa misma cuadra, podemos encontrar vendedoras de una especie de empanadas grandes y brillantes y de jugos y agua de canela con frutas flotando en el interior de los vasos. Llegamos a Bolivia en Buenos Aires. Y entonces, al igual que en el Barrio Chino, sucede que son más las cosas que desconocemos que las que reconocemos, y al igual que en el Barrio Chino, lograr que alguien te explique algo, es muy complicado. Para peor, nosotros buscamos los condimentos e ingredientes para preparar una comida peruana. Los puesteros son bolivianos, y de comida peruana, no tienen ni idea.
Mas, a no desesperar, buscando y mirando, preguntando y volviendo a preguntar fuimos encontrando lo necesario y llenando la mochila de aromas y colores. Yo, quería más, quería empaparme de ese olor especial que me atrapaba y no podía precisar, una mezcla de todo, decía Aldo, no podés comprar ese ingrediente, porque no existe.
A esta altura era mediodía, todos nuestros sentidos estaban exaltados por la visión y el aroma de lo que nos rodeaba. Dimos la vuelta por la calle Ibarrola y entramos en  un pequeño comedero, por supuesto boliviano, en el que una vez más, fuimos los únicos foráneos que osaron ingresar. Estaba lleno, las mesas cubiertas con manteles plásticos y floreados, el menú, un folio plástico con la fotocopia de una hoja escrita a mano.
Los platos de gastronomía paceña ostentaban nombres como Falso Conejo,  Chupe, Picana de Pollo y Pique Macho entre otros. Casi imposible saber de qué se componían. No había postres en el menú. Comimos un plato repleto cada uno. Ambos distintos, pero en definitiva muy parecidos. En el mismo plato pudimos saborear papas, arroz, fideos, chuño, ensalada y pollo. Uno picantito, el otro con pollo frito. Todo abundante y muy rico. Para beber pedimos  agua de canela, imitando a los que estaban a nuestro alrededor, muy rica  pero un poco dulce para acompañar la comida.
La costumbre del lugar: los comensales pagan ni bien hacen el pedido. A nosotros nos cobraron cuando pedimos la cuenta. Pagamos menos que si hubiéramos comido un pancho en la calle y comimos muy bien.
Pero a no olvidar el motivo que me llevó a Liniers. Hice los platos peruanos. Papas a la Huancaína, Causa Limeña y Suspiro Limeño. Con los limoncitos hicimos un pisco sour cuyas consecuencias en mi organismo no voy a contar. Todo me salió riquísimo. Y sobre todo, descubrí el ají amarillo. Exquisito para hacer una salsa, para mezclar con mayonesa, para ponerle a las papas, a la palta, a la carne a todo. Me declaro fanática del ají amarillo, picantito y aromático.
Volveré al mercado boliviano, volveré y seré nuevamente una turista de gira por los rincones de Buenos Aires.

jueves, 6 de mayo de 2010

Dos Porteños de Turismo por los restaurantes peruanos en Buenos Aires



Tentada por los sabores peruanos, que tanto me atrapan desde el que día tuve la fortuna de visitar el Cuzco, salí de gira a conocer restaurantes de ese origen. Recalamos, con mi siempre bien dispuesto compañero de degustaciones gastronómicas, en un bodegón gigantesco del barrio del Abasto llamado Mamani donde una carta, de casi el mismo tamaño del lugar, nos dejó más confundidos que entusiasmados. De tanto en tanto levantábamos la vista apabullados e indecisos, los platos pasaban a nuestro alrededor, todos enormes, colmados de arroces, verduras, pollos casi enteros, todos formando una torre prácticamente imposible de sostener sobre el plato. Soperas repletas ante cada comensal, todas caras peruanas, atacando a solas la montaña de sabores frente a ellos.

En un momento pasó junto a nosotros un mozo llevando un volcán humeante que envolvió el restaurante, por un instante no se vio nada más, sólo la nube y los sabores que despedía y que nos rodearon.

Ambos nos miramos entusiastas, qué sería eso que ya estaban saboreando nuestros vecinos de mesa. El mozo, no muy afecto a explicar los misterios culinarios de su país, más acostumbrado a tratar con coterráneos que con turistas extranjeros (llámese nosotros) nos hizo en el aire una sumaria lista de ingredientes: pato, pollo, carne vacuna, mariscos, calamares, nabo, brócoli, otras verduras , en síntesis, prácticamente todo el espectro culinario en un sólo y humeante plato.

Y daaaaaaaaaaleeeeeeeeeee, total, si vamos a probar algo, probemos todo. Cuando pudimos salir de la nube de humo, de la grasa que salpicaba alegremente nuestra mesa y nuestra ropa y nos impregnó de olores por todo el resto del día, atacamos la inconmensurable fuente. Estaba rica, muy salada, no la pudimos terminar. Nada de postre, nada más para nosotros en esa primera incursión a la comida peruana en Buenos Aires.

Mi fiel acompañante, no pudo salir del baño en toda la tarde. Mi estómago, por el contrario, resistió estoicamente la mezcla de sabores.

Le dimos un tiempo al tiempo y volvimos a incursionar, esta vez en Primavera Trujillana en el barrio de Belgrano. Íbamos ya con alguna recomendación de amigos y conocidos. Optamos por un Ceviche mixto, anticuchos de corazón, papas a la huancaína, ají de gallina y de postre un Suspiro Limeño y una mousse de mango. Aquí las porciones ya no eran tan generosas, el sabor de todo estaba correcto, el precio razonable, aunque toda la comida llegaba tibia en un pequeño elevador desde una cocina lejana. El menú, un folio plástico con una hojita dentro, la atención solamente correcta.

Igualmente, siempre entusiastas, salimos contentos de nuestro segundo intento.

Nuevamente pasó un tiempo razonable hasta nuestro nuevo acercamiento a la comida peruana. En suerte le tocó, otra vez en Belgrano, a Lucumma. Nos acomodamos en un pequeño patio de solamente cuatro mesitas. Los mozos muy atentos, el servicio muy bueno, la carta elegante. Quise comenzar con Causa Limeña, que si bien figuraba en el menú, no estaba disponible. Nos inclinamos por un Ají de Camarones y un Mero con mariscos, ambos platos bien servidos, sabrosos y del tamaño correcto. De postre dos suspiros limeños que nos resultaron super empalagosos y no pudimos terminar. Para acompañar, la Cremonada, una limonada espumosa que es típica del restaurante.

Gastamos mucho más de lo que imaginamos, pero, no nos decepcionamos. Nos veíamos ascendiendo en la escala de calidad de los restaurantes peruanos.

Ya a esta altura la comida peruana tenía que dar un salto a otra dimensión. Podremos seguir conociendo diversos locales en Buenos Aires, propuestas sobran, pero nada mejor que incursionar uno mismo en la materia. Esta es mi próxima meta. Ya les contaré cómo me fue.