A causa de mi mal dormir, las noches se vuelven largas y cortas a la vez. Largas porque los sonidos me envuelven y convierten mi cuerpo en una bolsa tirada por varios elásticos hacia arriba y hacia abajo, a un lado y al otro. Reboto yo y rebota mi mente en la oscura cueva de mi cuarto. Las noches son largas porque se pueblan de sueños que reviven el día, la realidad se agranda y se completa en pesadillas que desoyen mi pedido de silencio. La gente de mi mente me agobia, nunca me deja sola, me acompaña a lo largo de las horas mal dormidas, una vida casi paralela en que no descanso y suplico por ya no ver, ya no oír.
Las noches son cortas, porque la radio me llama y estoy más cansada que ayer, trabajé, caminé, intenté en vano hablar por teléfono con alguien, discutí con mi jefe, me rebelé contra la injusticia de un sueldo que no tranquiliza el espíritu, liberé la válvula de escape y me despaché con esa compañera insoportable y estructurada. Ocho horas más de trabajo impago, de contractura asegurada.
Todos me visitan por la noche, mis abuelos, mi papá, mis compañeros de la primaria, de trabajo, mis hijos, mis amigos, los que dejaron de serlo, la perra, la montaña y la pintura que se descascara y se cae en esa casa abandonada de la vuelta, en mi propia casa. Me miro en el espejo y mi pelo también se cae, voy quedando pelada, todo a mi alrededor se deteriora. Como mi vida, como mi mente cansada.
Las pastillas no me ayudan sino todo lo contrario, parecen sintonizar en mi interior una radio saturada de frecuencias, todas juntas en un solo canal, mi cabeza.
Vivo en pos de una ilusión, esperando que se haga realidad la canción de Joaquín Sabina: “en la farmacia puedes preguntar: ¿tienen pastillas para no soñar?”
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