martes, 17 de abril de 2012

Grisel



No pidas que cante eternamente,
vivirías bajo el hechizo de mi voz
Para Aldo Barberis-Rusca
La noche se va cerrando tibia y estrellada sobre la ciudad en la tarde de Abril. El otoño es suave y la avenida se torna amigable en el centro de Buenos Aires. Es domingo, nadie corre. Los paseantes se detienen en la calle Corrientes a escuchar a los músicos que entretienen con sus melodías.
Sobre la peatonal empedrada un bar tradicional y netamente porteño espera a locales y turistas para compartir los sones del tango acunados por una cerveza bien helada. La charla se hace amiga del entorno, los personajes de la ciudad matizan el paisaje y le dan vida al final de la tarde dominguera.
El cantante espera. Le hace falta la guitarra compañera para encender la voz. Los minutos pasan y las cuerdas lentas se demoran, los amigos se remueven intranquilos y acompañan el vaivén inquieto del cantor. Nadie más sabe de la espera, la gente conversa, saborea lentamente los maníes, las cascaritas de naranja azucaradas que acompañan el café.
Desde el reflejo de la ventana, adornada con letras fileteadas, se ve venir al guitarrista. El cantante se prepara ansioso, la voz pidiendo permiso al micrófono, las notas sacudiendo la calma sin brisa de la noche ya cerrada.
Y entonces se rasga el silencio y la voz impetuosa invade de emoción cada rincón de la calle empedrada. Las mesas vacías son ocupadas inmediatamente por la gente que pasa y no se resiste al embrujo, suena el tango y crece el cantante evocando a Grisel.
Noche de amor en la ciudad. Es el aniversario del cumpleaños de Grisel y todos los tangos la agasajan, la nostalgia en cada nota la nombra, el público se emociona y aplaude agradecido  cada canción. Contursi está ahí, apoyado en el farol de la vereda y sonríe recordando a su Grisel.

Entonces nos envuelve un sonido distinto, una voz mágica y armoniosa que endulza la noche con notas delicadas. El Bar de Julio es encuentro de amigos que se acercan a compartir y disfrutar.
La gorra se anima entre las mesas y las manos generosas les devuelven a los músicos un poco de su magia. Distintas monedas, distintos idiomas, todos festejan la música y la voz. Un bis, por favor, outra canção.
La noche del domingo se hace corta, las ganas cercenadas por la sombra del lunes ya presente. El bar nos cierra lentamente sus puertas, el público va despertando del encantamiento y la tertulia se apaga.
La guitarra regresa a su refugio, el cantante, por hoy, calla. Se ve feliz, en él su propio hechizo aún perdura.


miércoles, 18 de enero de 2012

Un poco de Libertad


Entonces, cuál es el precio que hay que pagar para gozar un poco de libertad.
Cinco días cinco de todas las semanas desde hace 8 años. No sé si el día acuna con sus rayos las calles o si el gris cubre las hojas, o tal vez  el agua moja los zapatos. Nada sé. A veces, como hoy, puedo ver el día a rayas a través de la cortina giraband.
No hay música. No puede haberla en este espacio agrisado por los años de desgaste. No tiene cabida para el pobre pasajero que sólo desea alcanzar la meta de los 65. Resignados sus derechos, también perdemos los nuestros. Somos rehenes de su cansancio, su comodidad y su falta de paciencia. Silencio, la música lo irrita como si fuese un ruido. También el calor. También el calor.
Tuve en mi escritorio un palmito de hojas verdes y alegres. Resignó su lozanía para mimetizarse con el entorno triste. Lo llevé conmigo para salvarlo, y fue verde otra vez. Tuve un palito de agua turgente que se contrajo para no escuchar las voces repetidas de queja insatisfecha, agudos cuchillos en mi espalda. Lo llevé a casa para salvarlo y creció varios talles sin descanso. Tengo sobre mi escritorio un bonsai miniatura, imitación china de la vida. Varios me envidiaron la adquisición, pero no lo afectó, sigue tan artificial como antes. Ya lleva varios años desapareciendo de mi vista por la mera costumbre.
Colgué una planta cerca de la ventana para que tuviera aire y luz. El pasajero la cierra porque le molesta el aire natural, la cortina giraband es ciega a los reclamos de la naturaleza. Dicen que las hojitas de la planta parecen orégano, y de pronto empieza a escupirlas todas, caen secas por la escalera. El escobillón se queja y me llevo la planta a cuestas. Tarda en adaptarse a la libertad del aire y de la lluvia, pero un día se despierta.
Cuántas veces, cuántas voces ignorantes se alzan a mi alrededor. Se inquietan mis ideas, discuto y trato de ensanchar las de los otros, pero con el tiempo empiezo a parecerme a las plantas que tuve. No quiero amoldarme a la mediocre monotonía de la ignorancia. ¿Caeré alguna vez en esas redes?
Tal vez me salvan esas pocas horas en las que sueño entre los pinchos, que lastiman menos que el esclavo encierro.  
Y mientras tanto espero, a veces quieta o triste, otras desordenada y salvaje entre los que duermen sin saberlo. 365 días que dan la vuelta una y otra vez para pagar el precio de unos instantes de libertad.