La tarde se torna dulce en la confitería de Villa Urquiza. Las señoras saborean las tortas y los sándwiches servidos en pequeñas bandejas de acero inoxidable, el café humea junto a las jarritas plateadas que contienen el agua para el té. La edad de los concurrentes no baja de los 70 años, las voces se adivinan tras los vidrios del lugar. Está repleto, como todos los fines de semana, nadie mira hacia afuera, todos se concentran en las cucharas y la crema.

Trata, por costumbre, de levantar la pata para orinar, pero esta se separa apenas unos centímetros del piso para volver a caer inmediatamente. Vencido se apoya sobre sus cuatro patas temblorosas y mea como hembra, sus ojos tristes parecen avergonzarse de su condición de macho derrotado por el tiempo.

Entonces aparece en escena el viejo. Es alto para su edad. Aun elegante y erguido en su condición. Camina despaciosamente ayudado por un andador. Levanta ambos brazos, apoya el andador unos centímetros delante de sus pies y da un paso, nuevamente levanta el andador, lo apoya, con esfuerzo da otro paso. Camina delante del bar, no mira para adentro, su mirada se dirige al setter. Entonces detiene su marcha, su rítmico andar de metal y hueso, y se dedica a observar al perro.
El setter no llega muy lejos, tan sólo un árbol más, un nuevo intento de levantar la pata. Entonces regresa sobre sus pasos, tembloroso y cansado. El viejo lo observa y no se mueve. Obstruye la puerta de la confitería y los que salen deben contorsionarse para pasar. Nadie le dice nada al viejo, quién sabe qué le pasa, tiene un andador, tal vez esté cansado.

Cada cual sigue su camino y cuando el setter desaparece de su vista el viejo adelanta el andador y vuelve con lentitud a su trayecto. No entra en el bar donde las señoras rescatan las últimas migas del plato con ojos golosos y melancólicos.
La tarde se abandona en la calle del barrio y entonces yo también prosigo mi camino.