Cuando aquel martes del mes de Febrero vinieron Uge y Anto desde San Javier hasta La Falda a buscarnos para ir a recorrer un poco, llegaron, después de tanto viaje, muertos de hambre. Dada la hora que era, es justo decir que nosotros cuatro también teníamos bastante apetito y decidimos, como primer destino, ir a almorzar.
Encaramos en primer lugar hacia un sencillo restaurante en la entrada de Villa Giardino en el que habíamos comido unas hamburguesas completas muy ricas. Pero al llegar allí se veía todo desolado y de la puerta colgaba un cartelito que anunciaba: “MARTES CERRADO”. Qué cosa, pensamos, plena temporada turística y cierran, raro, pero cierto. Salimos por la calle principal de Giardino a buscar por allí otro lugar, pero a medida que avanzábamos por los 2 km que tiene la avenida hasta la entrada al Camino de los Artesanos, no encontramos nada abierto. Martes. Una condena para nuestros estómagos.
La entrada al camino de los artesanos estaba repleta de carteles que invitaban con diversas opciones de lugares dónde comer, desde comida típica hasta un lugar llamado Juku Bar del cuál no se sabía mucho, pero cuyos carteles se repetían cada cien metros.
Íbamos con entusiasmo siguiendo dos carteles, uno de un restaurante del cual no recuerdo el nombre pero algo de lo que ofrecía nos convocaba (se me pierde también en la memoria) y el otro de Juku Bar. Bar, bar, no queríamos ir a un bar, pretendíamos algo más consistente. Fuimos siguiendo con el auto el camino pedregoso, bello, en el que de tanto en tanto aparecían las casitas de los artesanos que ofrecen tejidos, platería, alfarería, trabajos en madera, y hasta cactus. Cuánta sería nuestra ansiedad por comer, que no quisieron ni parar a ver los cactus a pesar de conocer mi locura por el tema. No, adelante, siempre siguiendo el camino en pos del tan ansiado tentempié.
Cuando finalmente llegamos al restaurante deseado, nos indican que por ser “MARTES” (por si no les quedó claro) el dichoso establecimiento estaba cerrado. Vuelvan mañana que serán muy bien recibidos. Nuestras caras de desolación, el hambre de seis multiplicada, pensábamos que nunca iríamos a comer ese día. Continuamos, ya sin esperanzas, por el largo caminito que une Giardino con La Cumbre. Los carteles fieles de Juku continuaban apareciendo y finalmente llegamos allí. A pesar de las ventanas completamente oscuras y desalentadoras, decidimos bajar del auto y asomarnos, sabiendo que una vez más nos encontraríamos con el local cerrado. Pero ante nuestro total asombro, al mirar para adentro, vimos que la cosa no se desarrollaba allí arriba, sino que el restaurante estaba abajo, estaba abierto y había gente almorzando.
Entramos, bajamos y nos sentamos en una hermosa terraza que balconeaba hacia una hondonada en las sierras. Primera impresión, un lugar soñado. Cuando nos trajeron la carta llegó nuestra segunda sorpresa ya que de simple bar no tenía nada. Pizzas en variedades increíbles, tacos, quesadillas, provoletas con rúcula y jamón crudo, fondues, picadas de todo tipo, nachos, cervezas artesanales de varios estilos y para el final, unos postres increíbles.
Pasamos una tarde inolvidable en Juku. Fue mucho más de lo que esperábamos. Todo estaba riquísimo y desde entonces todos soñamos con regresar. Pero pasaron dos largos años. Y en dos años todo cambia. Nos contaron que los dueños se separaron. Uno quedó en el mismo local del camino. El otro se instaló con Juku en la entrada del mismo. Y hacia allí fuimos. Esta vez solamente nosotros cuatro, desde Capilla del Monte, en ómnibus. Bajamos en la terminal de Villa Giardino y preguntamos por Juku. Son dos kilómetros derechito por la avenida San Martín, hasta que se acaba el asfalto, de ahí unas pocas cuadras. ¿Remís? Cuarenta minutos de espera. Solución: caminar. Y caminamos, es mediodía de un día de verano, calor y hambre. Otra vez.
En nuestro camino, a sólo dos cuadras de donde supuestamente se encuentra Juku, aparece una casita, Taberna Ibérica dice, Las Tablas Serranas. Si está cerrado Juku venimos acá, dice Aldo. Mala onda, agorero. Cuando llegamos luego de una agradable caminata por la calle principal de Villa Giardino, Juku Bar no aparece. Preguntamos, miramos en el mapa que nos dieron en turismo, pero Juku no está. Estaba ahí mismito, nos dice alguien, en esa casa. Pero ya no está. Y no sin reticencia de mi parte, volvemos. Destino, Tablas Serranas, qué otra nos queda.
Entramos contentos de encontrarlo, por lo menos, abierto. El lugar tiene un patio cubierto con un techo a dos aguas, pero corre un viento fresco. Preferimos sentarnos adentro. El interior es pequeño, solo consta de cuatro mesas. Todo de madera rústica, un ambiente muy cálido. Un muchacho muy amable con acento español nos trae la carta y nos explica el concepto que ellos manejan sobre las tapas que ofrecen. Se trata de elegir una variedad y luego compartir los platos para probar de todo. Luego de un comprometido análisis elegimos: Estofado de carne a la cerveza negra, estofado de cerdo al vino blanco, Estofado de Ternera a la provenzal y para salir del estofado unos sorrentinos de queso de cabra con hongos. Cada uno se abrazó a su plato (rompiendo con las reglas de la casa) y apenas si probamos un bocadito de los otros. Nos quedamos sin saborear una cantidad de platos distintos (gran excusa para volver), pero, damas y caballeros, niños y niñas, amable blog audiencia, tan luego llegaron los postres. Y entonces conocimos a “the master of the Brownies”. Nunca visto, nada igual. Hecho con los chocolates al 60 o 70% y harina de almendra a full. Y otra delicia sin par, la tarta de ciruelas corazón de miel.
Juan Pablo resultó ser colombiano y no español y la historia de cómo llegaron él y su socio a instalarse allí es muy interesante. Más interesante aun es degustar los sabores que ofrecen.
Como dijese el filósofo popular, no hay mal que por bien no venga, y de este periplo en pos de saciar el apetito, nos llevamos lo mejor del Valle de Punilla.